La película

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Ya que hay cierta curiosidad, contaré mi impresión sobre El árbol de la vida, que gusta o disgusta a tanta gente. La vi en Nueva York, esta primavera, con bastante ilusión, porque había disfrutado Days of Heaven y también, en parte, The Thin Red Line. Digo en parte porque igual que me seducían las escenas de guerra o de descanso en la batalla en la isla del Pacífico me aburrían las reminiscencias de los soldados, con su esteticismo de visillos y contraluces y mujeres de pelo suelto que se mecían a cámara lenta en columpios. La cámara lenta y las visiones del sol filtrándose entre las copas de los árboles en un bosque son a estas alturas como el Lladró del cine.

En el New York Times leí que la película era una obra maestra, a la altura de Walt Whitman y de la Capilla Sixtina. En el New Yorker el crítico confesaba que le había parecido pesada y pretenciosa,  con una voluntad de trascendencia retórica al estilo de las escenas finales de 2001, Odisea en el espacio. Uno ha de ser honrado consigo mismo. Íntimamente yo quería que El árbol de la vida me gustara, pero a los pocos minutos ya me estaba empachando. Sean Penn vagando con un traje de Armani y con expresión de enfado o de tormento interior por un paisaje pedregoso y a todas luces alegórico me aburrió en seguida. Y todo lo demás, la verdad, me parecía preciosista, como lleno de mayúsculas, la Vida, el Tiempo, la Eternidad, la Incomunicación, etc. Reconozco, eso sí, el mérito de haber filmado el flash back más largo de la historia del cine: desde los años cincuenta del siglo XX al Big Bang, 13.700 millones de años antes.

Es probable que sea un defecto mío. Tengo una imaginación muy limitada para las abstracciones. Unas semanas antes había visto otra película que sí me había impresionado mucho, De dioses y hombres. La fe de esos monjes que prefieren quedarse en su monasterio sabiendo que serán asesinados por los fundamentalistas islámicos me pareció del todo inteligible y cercana. Los despliegues sinfónicos, sonoros y visuales, de El árbol de la vida me aburrían bastante, a pesar de mi afición por la música. En De dioses y hombres suena unos minutos El lago de los cisnes , en una cinta muy gastada, en un viejo radiocassette, y ese momento de contemplación y silencio, de pánico y fraternidad, me sobrecogió mucho más que toda la película de Malick.